Ramón Bayés, el psicólogo que buscaba la serenidad

El psicólogo Ramón Bayés, retratado por su amiga Laura Piñero en una imagen cedida por ella.

En Barcelona, se nos ha muerto como del rayo Ramón Bayés, con quien tanto queríamos. Se apropió de su muerte con la misma curiosidad que practicó como un niño toda su vida, bellamente cumplida a punto de los 95 años.

Seguir leyendo

 Ha muerto a los 94 años tras dedicar su vida a la psicología de la salud y los cuidados paliativos, a intentar comprender al ser humano como un viaje único y a acompañarlo en su sufrimiento hasta el final de la vida  

En Barcelona, se nos ha muerto como del rayo Ramón Bayés, con quien tanto queríamos. Se apropió de su muerte con la misma curiosidad que practicó como un niño toda su vida, bellamente cumplida a punto de los 95 años.

A Ramón le gustaban las lobelias, las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould y los últimos versos que encontraron en un papel arrugado en el bolsillo de Machado, poco antes de morir: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Tomen nota.

Enamorado del cine, una de sus escenas favoritas era el final de la película de John Huston Los muertos, en la que cae la nieve, como el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos. Buscó siempre el amparo de las narraciones y las buenas películas, que no se cansó de recomendar a todos los profesionales de la ayuda (tomen nota: lean —poesía, novela, cuentos…—, vayan al cine).

A Ramón era muy fácil quererle. Y sigue siendo fácil quererle, en presente, que es donde sigue estando. Sabía de forma intuitiva, como dice la canción, unir las puntas de un mismo lazo y ofrecer su corazón, algo que no dejó de hacer en su larga travesía vital por los territorios de la psicología de la salud. Quiso entender cómo envejecemos y morimos (lean también Cómo morimos de Sherwin B. Nuland), proponiéndonos que, de ser posible, vivamos olvidando nuestra edad. Quiso entregarse a la vida y a la muerte con serenidad, esa que él buscaba y que quizá nunca llegó a encontrar del todo (lean El psicólogo que buscaba la serenidad). Y sobre todo se preocupó de que ayudar a morir no fuera solo el título de uno de sus libros favoritos (lean a Iona Heath, la autora de ese descomunal libro diminuto).

Ramón escribió libros sobre sus viajes como pasajero en un avión, que fueron muchos y emocionantes; escribió sobre sus “Me acuerdo…” cuando su memoria iba ya convirtiéndose en una jungla; escribió sobre la experiencia de la jubilación, después de que a él “lo jubilaran”, porque Ramón nunca renunció a seguir aprendiendo y compartir todo lo que descubría. Ramón muriendo, Ramón aprendiendo sería un buen epitafio para la tumba que Ramón no tendrá. Sus cenizas, en forma de su peculiar sabiduría, llegarán tan lejos como las de aquel volcán islandés que le retuvo unas cuantas horas felices en un congreso de cuidados paliativos en A Coruña.

Entre otras muchas, Ramón enfatizó dos ideas que fueron claves en su vida: la primera: los cuerpos duelen, las personas son las que sufren (Ramón se enamoró de Eric Cassell cuando escuchó esta frase de sus propios labios). La segunda, que la persona es el viaje, y cada viaje es distinto, único… no importa no llegar a Ítaca, lo importante es que el viaje sea consciente y rico en experiencias. “Hay que seguir andando, mientras podamos”. Tomen nota, de nuevo.

Fue, es, maestro de tantas personas que le conocieron y le amaron, le leyeron, le escucharon y le disfrutaron. Desde los comienzos de la epidemia del sida hasta el desarrollo de la psicooncología, el ritmo y el color de su voz han sido el punto de partida de muchas de las intervenciones emocionales que hoy nos ofrecen los equipos de cuidados paliativos cuando la enfermedad se pone brava y la muerte nos ronda de cerca.

Al final de su vida, a Ramón le gustaba tomar café muy temprano con su hija Mireia, los dos solos. Le gustaban las visitas de sus amigos queridos, las de los miércoles de José Antonio (lean Martes con mi viejo profesor), la canción Guantanamera, cuando se la cantaba Laura, cerca de su oído, tocando el ukelele, y que Belén le hablara de su padre. Al final de su vida, a Ramón le temblaban las manos, pero seguía teniendo una sonrisa pícara. Le desesperaba su sordera y la ceguera que le fue desconectando poco a poco de lo que más amaba: el contacto con otros seres humanos, porque a Ramón nada de lo humano le era ajeno.

Por eso, y porque amaba a las personas, no se cansó nunca de recordarnos nuestra mayor obligación moral: “Lo que tú no hagas, se quedará sin hacer por toda la eternidad”. Quizá esta sea la última nota que haya que tomar. Tomar el tren de la vida, con curiosidad, escuchando con atención a lo que está y a los que están a nuestro alrededor, con los ojos bien abiertos, con una mirada crítica y un punto de vista original, buscando la verdad, que siempre será subjetiva. “La vida es cambio, la vida es búsqueda, la vida es camino”, nos dijo Ramón en una de sus últimas entrevistas. Ramón cambió, buscó y caminó, sembrando siempre para ampliar el amor, señalando las baldosas amarillas por las que muchas de las personas que tuvimos el privilegio de conocerle seguiremos caminando, aunque nunca lleguemos a Ítaca.

Me parece escuchar a Ramón, si le hubiéramos leído lo escrito, diciendo de nuevo la última palabra de El Quijote, y que tantas veces usó para dar por buena la vida, su vida: vale.

 Sociedad en EL PAÍS

Te Puede Interesar