La isla hippy del sol naciente

Jacob Elordi y Olivia DeJonge, en 'El camino estrecho', adaptación de la novela de Richard Flanagan.

En Formentera, los pequeños acontecimientos cotidianos se suceden y cobran importancia al margen de lo que pasa afuera en el mundo. La otra noche se proyectó en el Jardí de ses Eres, en Sant Francesc, al aire libre, con categoría de première, el documental impulsado por Manolo Oya y Lorenzo Pepe, Peluts i altres forasters a Formentera, que recupera entrañablemente una parte de la memoria del desembarco de los hippies en la isla y lo que supuso la experiencia para ellos y para los locales. Asistí al pase, multitudinario (acudieron muchos de los personajes que aparecían en la pantalla, recibidos como estrellas) y, dado que todas las sillas estaban ocupadas, tuve que ver la película sentado en el suelo y pegado a otros espectadores, como si hubiéramos regresado a los días del flower power y estuviéramos en una protesta contra la guerra del Vietnam estilo Los ejércitos de la noche de Norman Mailer. La otra cara de los recuerdos evocados en el documental ha sido una velada en el Blue Bar, otrora tan auténtico, convertido hoy en una mezcla de parque temático “Formentera experience” y chiqui park. Eso sí, la vista sobre el mar, la luna creciente, y las icónicas inflorescencias secas de los agaves, preciosas.

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Una imagen de la playa de Migjorn en Formentera.Un tiburón de plástico en la playa de Migjorn de Formentera.El chiringuito Karai en Formentera.Una imagen de 'El camino estrecho al norte profundo', adaptación de la novela de Richard Flanagan. La lectura de dos libros de Richard Flanagan en Formentera sirve para recordar el aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico y la bomba de Hiroshima  

En Formentera, los pequeños acontecimientos cotidianos se suceden y cobran importancia al margen de lo que pasa afuera en el mundo. La otra noche se proyectó en el Jardí de ses Eres, en Sant Francesc, al aire libre, con categoría de première, el documental impulsado por Manolo Oya y Lorenzo Pepe, Peluts i altres forasters a Formentera, que recupera entrañablemente una parte de la memoria del desembarco de los hippies en la isla y lo que supuso la experiencia para ellos y para los locales. Asistí al pase, multitudinario (acudieron muchos de los personajes que aparecían en la pantalla, recibidos como estrellas) y, dado que todas las sillas estaban ocupadas, tuve que ver la película sentado en el suelo y pegado a otros espectadores, como si hubiéramos regresado a los días del flower power y estuviéramos en una protesta contra la guerra del Vietnam estilo Los ejércitos de la noche de Norman Mailer. La otra cara de los recuerdos evocados en el documental ha sido una velada en el Blue Bar, otrora tan auténtico, convertido hoy en una mezcla de parque temático “Formentera experience” y chiqui park. Eso sí, la vista sobre el mar, la luna creciente, y las icónicas inflorescencias secas de los agaves, preciosas.

Curiosamente, pese a los precios disparatados que hacen retraerse cada vez más a los visitantes —dos combinados en vaso de plástico y unos nachos, con servicio displicente, 40 euros—, todo lo mejor de la isla, si lo piensas, es gratis: la arena, el mar, la puesta de sol, las estrellas, los amigos. O la aventura con una morena —el intimidatorio pez anguiliforme, Muraena helena— que vivimos el jueves. La localizó mi hija Berta justo al llegar, buceando frente al Pelayo, amarilla con manchas negras, y todos nos zambullimos a buscarla (algunos con menos decisión que otros: la mordedura es dolorosa). Pero lo más interesante fue la evocación que nos hizo luego José Luis —que anda con una melancolía contagiosa por tener que dejar después de tantos años el chiringuito—, de cuando su padre pescaba morenas en estas mismas aguas. Nos explicó que entonces había muchísimas y atrapaban solo las grandes, las únicas que valen la pena como alimento. “Las colgaban aquí”, apuntó, señalando el muñón de una rama de una vieja sabina junto a la barra del local. Escenificó entonces cómo rajar al bicho serpenteante para sacarle la espina central y el sistema digestivo. “Luego se la recubre a la morena con sal gruesa, sin quitarle la piel que es de lo mejor, muy sabrosa: se fríe para que quede crujiente”. Se sirve el plato, dijo, con patatas y boniatos. José Luis nos enseñó una nansa especial para morenas que cuelga en el Pelayo, un morenell. Abundando en la nostalgia, Mónica recordó a su vez que hace treinta años en el mismo rincón de Migjorn se encontraban buceando no lejos de la playa grandes y bellísimas conchas de nacra (el molusco bivalvo Pina nobilis) clavadas verticalmente en la arena y con las que los turistas alemanes y franceses se hacían bonitas lámparas.

Una imagen de la playa de Migjorn en Formentera.

Yo no he visto la morena (y no digamos destriparla), ni nunca vi una nacra en el mar (demasiado lejos para mi radio de acción natatorio), pero el mismo jueves me encontré al atardecer con una imagen muy evocadora junto al kiosko Karai (ex 62, ex Sun Splash): un gran tiburón hinchable varado en la arena que me pareció una alusión inesperada al 50º aniversario del estreno de la película de Spielberg. Precisamente había acabado otro de los libros que me he traído este verano a Formentera, Historias bajo el mar (Punto de vista editores,2025), en el que el autor, Pietro Spirito, recoge una variada serie de aventuras marinas hiladas por la suya propia con un tiburón blanco, una hembra de más de cuatro metros conocida como Rebeca y Aletarrota, al tener la aleta dorsal cercenada en su parte superior. Spirito, que es un conocido escritor y periodista (de una calidad aventurera muy superior a la mía), se encontró en 2010 a la tiburona en aguas de Sudáfrica durante una expedición científica y sostuvo un cara a cara con ella, desde dentro de la jaula de protección. Su descripción de la mirada del impresionante animal tiene un inevitable eco de la de Quint en la inolvidable escena de Tiburón en que recuerda el drama del USS Indianápolis, aunque aquí prima la fascinación sobre el horror: “El enorme escualo me observó con su ojo derecho oscuro como el abismo, y en aquel momento sentí la alarmante y atávica sensación de ser absorbido hacia la oscura dimensión del tiempo profundo (…) Este es mi océano parecía decirme, no puedes quedarte aquí”. Spirito va siguiendo durante las páginas la ruta de Aletarrota mediante un marcador satelital GPS que le han colocado y mientras tanto va explicando emocionantes historias del mar.

Un tiburón de plástico en la playa de Migjorn de Formentera.

Imaginaran mi sorpresa no solo al contar el autor que ha visto unas fotos de un gran tiburón blanco pescado en el estrecho de Messina y otro, un mako, colgado boca abajo en un muelle, las mismas fotos que me enseñó hace poco el buceador residente en Formentera Ernest De Longis, sino al descubrir que una de las historias que cuenta es ¡de sirenas! “Cualquiera que haya conocido sirenas no las olvida, su naturaleza dual fascina, seduce”, escribe Spirito que considera el arrojarse en sus brazos, a riesgo de acabar ahogados en el abismo, un acto irresistible. “Es el mismo efecto que el amor: ilusión, seducción, subversión”. No puedo menos que suscribir las palabras de ese alter ego de Caserta que hasta tiene casi mi edad: “Necesitamos a las sirenas, y cuando no existen las inventamos”. Él escuchó sus voces, como un Ulises con neopreno, botellas y aletas, recorriendo —muy peligrosamente me parece a mí— la Gruta de las Aganas (Foran des Aganis), en el Friuli italiano, en una excursión que junta espeleología y submarinismo y requiere atravesar estrechos pasajes claustrofóbicos, aunque a cambio te permite oír “un coro de voces de plata, insinuantes y seductoras”, las de las aganas o ninfas de las cuevas. Spirito asegura que llegó a ver a esas criaturas “sexis, de sedosos cabellos y diáfanas pieles”, tan de la oscuridad como son de luz las sirenas que yo rastreo en Formentera, de un faro a otro. Y cierra su capítulo sobre las sirenas con la advocación de Lighea, la de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que le dice al joven a cuya barca se ha subido esparciendo su voluptuosidad y su mágico olor de mar: “No creas en los cuentos que corren sobre nosotras, no matamos a nadie, solamente amamos”.

El chiringuito Karai en Formentera.

El libro de Pietro Spirito, todo y reunir sirenas, submarinos, mensajes en botellas, apuntes julesvernianos (las similitudes entre Monturiol y Nemo y sus sumergibles), los audaces buceadores italianos de la Décima Flotilla Mas y sus acciones de sabotaje a lomos de los mailae, los torpedos de asalto, e incluso a Hans Hass y su fulgurante ondina Lotte, no ha sido la lectura que más me ha impresionado estos días. Me he traído Question 7 (Vintage, 2025), las extraordinarias memorias de Richard Flanagan, un escritor australiano (Longford, Tasmania, 1961) al que descubrí con la tan subyugante El camino estrecho al norte profundo (Penguin Random House, 2016), una de mis novelas favoritas (a ella pertenece la frase “un hombre feliz no tiene pasado; un hombre infeliz no tiene nada más”) que he releído tras ver la miniserie que se ha hecho sobre ella (Moviestar +), y que me ha parecido esencialmente fiel y muy buena, con el tándem Jacob Elordi / Ciarán Hinds en el papel del atormentado Dorrigo Evans respectivamente como joven y como adulto. La elección de Hinds tiene un curioso guiño añadido a la narrativa de Flanagan, cuya novela Wanting (Atlantic Books, 2009) trataba el caso de Mathinna, la niña aborigen australiana adoptada y luego abandonada por el entonces gobernador de la colonia penal de Tierra de Van Diemen (Tasmania), Sir John Franklin, al que encarnó el actor en la serie El terror, que contaba las penurias de la expedición ártica en la que desapareció el explorador. Curiosamente, la segunda temporada de la serie abordaba una historia de japoneses internados en un campo en EE UU a raíz de Pearl Harbour.

Una imagen de 'El camino estrecho al norte profundo', adaptación de la novela de Richard Flanagan.

Una novela como El camino estrecho al norte profundo que se desarrolla en Tasmania, en otras partes de Australia y en Birmania y que recrea con mucho más realismo que Feliz navidad, Mr. Lawrence; Rey de las ratas y no digamos El puente sobre el río Kwai, el horror que sufrieron los prisioneros de los japoneses y en particular los condenados a construir la siniestra línea férrea del “ferrocarril de la muerte” durante la Segunda Guerra Mundial, puede no parecer una (re)lectura idónea para Formentera, isla, se diría, más de sol poniente que naciente. Tampoco las memorias de su autor, que añaden una tercera dimensión a la novela y la serie: el padre de Flanagan, sargento de las tropas australianas, cayó cautivo de los japoneses y fue uno de los maltratados y esclavizados militares que hubieron de trabajar para ellos en condiciones inhumanas. Pero no solo he encontrado inesperados puntos en común entre Flanagan y sus libros y la isla —Dorrigo está obsesionado con el poema Ulises de Tennysson y en la novela aparece un Jack Russell terrier como el que ha amenazado estos días a mi gato, por no recordar que otra de las novelas de Flanagan es El libro de los peces de William Gould—, sino que pasar con el escritor aquí el 80 º aniversario (6 de agosto) del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, tema que aparece en la novela y muy especialmente en las memorias, ha sido excepcionalmente oportuno.

Faroles de papel en memoria de las víctimas del bombardeo atómico flotan en el río Motoyasu en Hiroshima en el 80.º aniversario del bombardeo atómico.

La novela (y la miniserie, con algunos cambios, como el destino de Amy o la muerte de Moreno Gardiner) narra la vida de un joven, Dorrigo, que se convierte en médico y, caído en manos de los japoneses, vela abnegadamente por la imposible salud de sus compatriotas forzados a trabajar hasta la muerte en medio de la selva en condiciones espantosas de hambre e insalubridad. La trama va alternando tres tiempos (antes, durante y después de la guerra) y nos muestra paralelamente el desgraciado amor de Dorrigo por la esposa de su tío (una de las más bellas y desgarradas historias de amor que quepa imaginar: nunca vuelves a entrar en una librería o a ver una camelia roja en el cabello de una mujer sin pensar en esta novela), y sus remordimientos y traumas de superviviente de aquel corazón de las tinieblas birmano una vez regresado como héroe de guerra. La cuestión de si fue legítimo lanzar la bomba atómica aparece en el argumento al igual que la (im)posibilidad de reconciliación con los antiguos enemigos, cuya mentalidad, despiadada como muestran los desalmados (desde el punto de vista occidental) oficiales Nakamura y Kota, obsesionado con decapitar prisioneros con su sable, Flanagan hace un esfuerzo por entender. Aunque, por mucho que conozcas los códigos del bushido, es tan difícil conciliar Basho y los crímenes de la Unidad 731 como Goethe y los de las SS.

Question 7 (título extraído de Chéjov) muestra hasta qué punto el novelista se basó en la experiencia de su padre para El camino estrecho al norte profundo: hay pasajes que son exactamente iguales (incluso existió un guardia cruel apodado el Varano), como lo es la herida, la úlcera profunda en el corazón de ambos, Dorrigo y Flanagan padre. Las memorias, muy emotivas y literarias, se abren con la visita del autor al campo de Ohama, en la isla de Onshu, donde estuvo internado su progenitor (que también sobrevivió al de Changi y al Ferrocarril de la Muerte), y el encuentro con un antiguo guardia japones, Mr. Sato, que dice desconocer que hubiera trabajo esclavo y ante el que Flanagan hijo siente desagrado y desconcierto. El escritor recuerda en sus memorias que él no existiría si la bomba atómica no hubiera acortado la guerra, cuyo final no se preveía sin un inmenso baño de sangre para conquistar las islas de Japón, pues su padre habría muerto sin duda en ese escenario. Por otro lado, le obsesiona dolorosamente la idea recurrente de las más de 60.000 almas de los japoneses muertos en un instante de destello ascendiendo como humo en la estela del Enola Gay.

El escritor Richard Flanagan.

A través de los libros de Flanagan (a los que he sumado los capítulos pertinentes del estupendo Victoria 1945, de James Holland y Al Murray, Ático de los libros, 2025), convertido el peñón de la Mola en el monte Suribachi de Iwo Jima y los bañistas desnudos de Migjorn en émulos de los escuálidos prisioneros de los japoneses, he recordado en Formentera la guerra en el Pacífico y su horripilante final. No he encontrado japoneses (personas, no restaurantes) en la isla. Según mis datos solo hay 3 (1,91 % de la población, 2 mujeres de 52 y 60 años respectivamente y un hombre de 89, aparte del desembarco que hizo en 2020 el chef Hideki Matsuhisa en el restaurante del hotel Five Flowers de Es Pujols), y no he dado con ellos, hasta el momento, para contrastar opiniones. Pero he querido creer, como uno de los compañeros del padre de Flanagan en el campo y el Jim de El imperio del sol, la novela de Ballard, que algo del fulgor de la vieja bomba se percibió en el cielo de aquí el miércoles en el aniversario. Aunque fuera solo un espejismo atrapado en el tiempo de aquel horror cegador, y su reflejo centelleante en los libros.

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