
Estamos aún escandalizados por las declaraciones grabadas a un alto directivo de Ribera Salud en las que animaba a sus colaboradores a cambiar las prioridades clínicas para obtener unos rendimientos adicionales e extraordinarios.
Estamos aún escandalizados por las declaraciones grabadas a un alto cargo de Ribera Salud que animan a cambiar las prioridades clínicas para obtener unos rendimientos adicionales y extraordinarios
Estamos aún escandalizados por las declaraciones grabadas a un alto directivo de Ribera Salud en las que animaba a sus colaboradores a cambiar las prioridades clínicas para obtener unos rendimientos adicionales e extraordinarios.
Básicamente, y en primer lugar, estimulaba a sus colegas a contener y reducir la utilización de los residentes de Torrejón —el “cápita” que se cobra por población, no por actividad o proceso asistencial—, aunque esto supusiera alimentar la lista de espera de estos ciudadanos.
Segundo, a rellenar los huecos que dejan los torrejoneros dejados en la cuneta, con pacientes de fuera del área, cuya asistencia se factura al servicio de salud de Madrid. Y, por último, los animaba a usar la “imaginación” para poner freno a las cosas caras y complejas, y redirigir los esfuerzos y los recursos a procesos rentables, donde la diferencia entre ingresos y gastos alimenta el beneficio empresarial, oculto púdicamente bajo el indicador financiero de ebitda.
A los que conocemos el juego empresarial de la externalización clínica inaugurado por el Partido Popular en Valencia y Madrid no nos llama tanto la atención el hecho en sí, sino la obscenidad con la que los objetivos empresariales se expresan y retuercen las prioridades asistenciales, obviando las necesidades de salud de los ciudadanos. Pocas veces se han desvelado tantas estrategias inconfesables en tan pocas palabras.
El mundo académico tiene bien estudiado el tema de la externalización, tanto en la empresa (cuándo le conviene producir dentro frente a comprar o contratar fuera), como en los servicios responsabilidad del Estado (aquí externalización se asocia con privatización). Tres premios Nobel de economía (Coase, Myerson y Williamson) ayudaron a formular estos criterios. Se pueden obtener ventajasen la externalización cuando existen muchas empresas que pueden concurrir, la tecnología no es demasiado específica ni cambiante y hay suficiente información e indicadores para controlar la cantidad y calidad de servicios a través de contrato y de supervisión.
Y se plantean peligroscuando nos acercamos a las competencias esenciales de la organización que externaliza (actividad asistencial) y que puede perder el control estratégico y ser capturada por los entes contratados.
Bien: en la externalización sanitaria al sector privado se configura un gradiente: los servicios generales (limpieza, lavandería, jardinería, restauración, mantenimiento…) y algunos servicios centrales (auxiliares de diagnóstico, de tratamiento o de cuidados) podrían ser subcontratados externamente sin que los costes de transacción se dispararan o el control de la producción se erosionara excesivamente.
Pero en los servicios clínico-asistenciales, la cosa cambia completamente: la capacidad de definir, medir y evaluar lo que se espera de la subcontratación decrece rápidamente. Y en este grupo, hay una notable diferencia en la externalización de procesos quirúrgicos bien acotados (conciertos para aligerar las listas de espera) frente a la de ceder la responsabilidad asistencial de toda una población: bajo el “cápita” establecido, el subcontratista puede inducir menos utilización, indicar menos pruebas o intervenciones, dar menos asistencia (dilatar las revisiones o sesiones), buscar medicamentos más baratos, derivar de forma subrepticia a los pacientes de alto riesgo a otros hospitales y atraer a aquellos pacientes rentables de fuera de la zona concesional.
El contexto importa: la externalización a entidades sin ánimo de lucro (órdenes religiosas, ONG o Cruz Roja) o a grupos profesionales (de atención primaria o de clínicas con alto protagonismo médico) son menos arriesgadas, pues el marco de valores fundacionales o bioéticos protegen de graves desviaciones. En contraste, las empresas colonizadas por fondos de inversión (muchas veces extranjeros y desvinculadas de la sanidad) son mucho más peligrosas.
Argumento relevante: si se acusa al Estado de ser ineficiente en la gestión de servicios públicos… ¿no será aún más ineficiente contratando al que lo presta, y al que no se puede o se quiere controlar? La larga historia de las amistades peligrosas en la externalización sanitaria desaconseja claramente esta vía.
Los defensores del modelo dicen que sale más barato: imposible hacer comparaciones de costes si no ajustamos por otras muchas variables. Podríamos aceptar que los modelos empresariales estimulan la eficiencia productiva (hacer más actividad con los mismos recursos); aunque más actividad no significa necesariamente mayor efectividad en los procesos.
Pero los estudios empíricos muestran que los hospitales públicos con gestión autónoma y emprendedora son también muy eficientes. De ahí que el tema central en la reforma del Sistema Nacional de Salud sea liberar a sus centros de restricciones en su funcionamiento y dotarles de gestores profesionalizados que no sean nombrados o cesados por su afinidad política.
El debate social está servido. Como decían José Manuel González Páramo y Jorge Onrubia, “si el peso de ineficiencia de las decisiones públicas crece significativamente, la frontera de lo que podría hacer el Estado se desplazará hacia el mercado, y habrá que asumir pérdidas de bienestar social y de equidad que podrían haberse evitado”.
Por ello, depende de todos nosotros, que la sanidad pública resuelva sus disfuncionalidades para que la privatización no pueda ser esgrimida como una opción desde argumentos de productividad y eficiencia. Este tema es esencial, y ya fue señalado por la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica de 2020 del Congreso de los Diputados. Reformar la gobernanza y la gestión de los centros sanitarios públicos es el gran reto pendiente
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