Bulgaria ingresa en el euro en plena crisis política

El hecho: Bulgaria está a punto de convertirse en el vigésimo primer país que forma parte del euro, esa moneda extraña que luce al Banco Central Europeo como escudo pero que 25 años después de su creación sigue huérfana de un Tesoro y de una política fiscal común. Y el adorno secundario de la perspectiva: en uno de los países más pobres de Europa confluyen varias sacudidas a la vez.

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 La economía búlgara se convierte el 1 de enero en el vigésimo primer socio de la eurozona pero está pendiente de las cuartas elecciones en ocho años  

El hecho: Bulgaria está a punto de convertirse en el vigésimo primer país que forma parte del euro, esa moneda extraña que luce al Banco Central Europeo como escudo pero que 25 años después de su creación sigue huérfana de un Tesoro y de una política fiscal común. Y el adorno secundario de la perspectiva: en uno de los países más pobres de Europa confluyen varias sacudidas a la vez.

Una de muy corto plazo, el Gobierno búlgaro cayó a mediados de diciembre por la corrupción rampante y el país está abocado a la inestabilidad política; van cuatro elecciones en ocho años. Una de medio plazo: hay riesgos de burbuja inmobiliaria, una inflación galopante, una falta de competitividad endémica y una serie de enfermedades económicas que conviven con un crecimiento en torno al 3% y una posición fiscal muy confortable; la economía búlgara parece un cisne nadando en un estanque cubierto de nenúfares, pero ese cisne esconde bajo las aguas unas patas de monstruo. Y esas patas están relacionadas con la convulsión de largo plazo, la más preocupante, una suerte de contrarrevolución: Bulgaria ha perdido un cuarto de su población desde la caída del Muro. Millones de búlgaros se han largado del país. El invierno demográfico, son ya solo seis millones y medio de ciudadanos (eran nueve millones en 1989), provoca grandes dudas sobre la sostenibilidad de las pensiones y sobre el futuro de esa economía, pobre, desigual y poco competitiva para los estándares europeos.

Todo eso convive con un cabreo morrocotudo: el Gobierno conservador tripartito (encabezado por los conservadores, aliados con un magnate de los medios sancionado por corrupción en EE UU y el inevitable partido populista) trató de aprobar unos presupuestos en diciembre que incluían subidas de impuestos y de las cotizaciones sociales, y los búlgaros se echaron a la calle ante las sospechas de corrupción. El Ejecutivo dimitió en bloque. La moneda única acoge a una economía con los pies de barro que no tiene presupuesto ni Gobierno, y está siendo atacada por un partido prorruso que es el tercero en los sondeos. ¿Qué puede salir mal?

“La adopción del euro es un hito para Bulgaria y una oportunidad para fortalecer las instituciones, mejorar la credibilidad y elevar el crecimiento a medio plazo”, arranca el último informe del FMI. “La economía búlgara crece por encima del 3% pero esa fortaleza se va a ir moderando con el tiempo”, dicen las previsiones más recientes de la Comisión Europea, menos triunfalistas pero con ese aroma acrítico tan propio de los eurócratas de Bruselas. Lo mejor es ese viento favorable del crecimiento, cómodamente instalado en avances del 3%, con un paro prácticamente inexistente (en torno al 4%) y una posición fiscal desahogada (Bulgaria cosecha déficits del 3% del PIB, pero la deuda está por debajo del 30% del PIB, muy inferior a la media europea).

Por el lado negativo, el FMI advierte de “riesgos sistémicos en el sector inmobiliario”. Los pésimos datos de competitividad y demografía suponen “grandes desafíos”, coinciden el Fondo y Bruselas. La corrupción es la mayor de toda la Unión, solo superada por la Hungría del archipopulista Víktor Orbán. El poder adquisitivo es el más bajo de Europa, con niveles de pobreza y desigualdad en máximos continentales. La incertidumbre política está en máximos. Y el euro es una promesa evanescente: las instituciones internacionales ven en la moneda única un ancla de estabilidad para la política fiscal, económica, cambiaria y para la política a secas del país, pero los búlgaros ven el euro con una mezcla de nostalgia y recelo.

La nostalgia procede de los populistas prorrusos. Pero la sociedad teme una inflación galopante, que ya está en el 3%. Esa es una vieja historia: las cifras de Eurostat no lo enseñaron tan claro porque las estadísticas son espejismos organizados, pero el euro provocó tensiones en el poder adquisitivo en todos los países (en unos más que en otros, dependiendo de múltiples factores) hace 25 años, cuando se adoptó la moneda única. España incluida. Un café costaba por aquel entonces 100 pesetas: de la noche a la mañana pasó a costar un euro (166,386 pesetas). El efecto redondeo se ve ya en las calles de Sofía.

“La UE debería abordar el retroceso democrático búlgaro y evitar que el país se adentre en la zona oscura de Viktor Orbán”, sostiene en un informe reciente Maria Simeonova, directora de la oficina en Sofía del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR, por sus siglas en inglés). La exeurodiputada liberal Eva Poptcheva desconfía de ese cóctel de protestas de los prorrusos y de la inestabilidad política; aún no se han convocado elecciones legislativas, y las presidenciales son en otoño. Pero apunta que el euro puede ser un motor económico para Bulgaria: “Se trata de una economía muy pequeña y volcada en la exportación, que ahora va a ser más fácil. Bulgaria entró hace poco en Schengen, y eso también ha tenido efectos positivos. La economía ha mejorado casi todos sus indicadores en los últimos tiempos. Puede haber inflación, pero una parte de las subidas de precios asociadas a la introducción del euro en España se debió a la mejora de la calidad de vida. La demografía, con la salida de los jóvenes mejor preparados, y la calidad de la política, con una polarización y una fragmentación que son casi la tónica en toda la UE, son más preocupantes”.

Estados Unidos ha vivido estupendamente sin presupuestos el último cuarto de siglo. Pero en Europa no tenerlos provoca graves crisis políticas: no las hemos visto en España, pero sí en Portugal y en Francia. El Gobierno cayó cuando pretendía elevar las cotizaciones sociales —ante la fragilidad del sistema de pensiones— y aprobar varias subidas de impuestos, en un país cuya presión fiscal está en torno al 30%, diez puntos por debajo de la media europea. La gente salió a la calle por todo el país, a pesar de que el Estado del bienestar, con esa magra capacidad de ingresar, está cogido con alfileres. La maldición de Juncker, un antiguo presidente de la Comisión Europea, sigue vigente: todo el mundo sabe lo que hay que hacer, pero nadie sabe cómo ganar las elecciones justo después.

 Economía en EL PAÍS

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