Mi padre solía decir que el patriotismo se demuestra en la declaración de Hacienda. No es que él tuviera afición por pagar, al contrario, era un hombre bastante económico, pero lo que no toleraba es que otros se libraran, bien por chanchullos, bien por privilegios de clase, de cumplir como él hacía. Yo venía escuchándole toda la vida la misma cantinela en las sobremesas, así que desconectaba y me ponía pensar en otra cosa, como solemos hacer los hijos. Ahora, en la época de las autoficciones, es frecuente darse golpes de pecho porque nuestros mayores se nos fueron sin contar algo valioso. Yo creo que ellos sí contaban, pero nosotros estábamos a otra cosa, a ver la manera de salir corriendo a disfrutar de la fugaz juventud. A veces lo que llamamos ley de vida es una inmensa putada. De algunas de las cosas que él nos decía yo me he dado cuenta mucho más tarde.
La salud es considerada para quienes carecen de seguros privados en EE UU casi como una obligación patriótica. Esa precariedad te hace valorar los servicios públicos
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La salud es considerada para quienes carecen de seguros privados en EE UU casi como una obligación patriótica. Esa precariedad te hace valorar los servicios públicos
Mi padre solía decir que el patriotismo se demuestra en la declaración de Hacienda. No es que él tuviera afición por pagar, al contrario, era un hombre bastante económico, pero lo que no toleraba es que otros se libraran, bien por chanchullos, bien por privilegios de clase, de cumplir como él hacía. Yo venía escuchándole toda la vida la misma cantinela en las sobremesas, así que desconectaba y me ponía pensar en otra cosa, como solemos hacer los hijos. Ahora, en la época de las autoficciones, es frecuente darse golpes de pecho porque nuestros mayores se nos fueron sin contar algo valioso. Yo creo que ellos sí contaban, pero nosotros estábamos a otra cosa, a ver la manera de salir corriendo a disfrutar de la fugaz juventud. A veces lo que llamamos ley de vida es una inmensa putada. De algunas de las cosas que él nos decía yo me he dado cuenta mucho más tarde.
Una de las que se materializó más vívidamente ante mis ojos fue durante mis años americanos, observando un fenómeno que se repetía invariablemente en los miembros de la colonia española. Se trataba de algo extraordinario: no nos poníamos enfermos jamás durante el curso laboral; la fuerza de nuestra mente encapsulaba todos los achaques aplazando su azote hasta nuestra llegada a España en vacaciones. Una vez en la patria es como que te bajaban las defensas y te dolía todo; entonces, emprendías un vía crucis de análisis que finalmente certificaban que estabas preparado para afrontar otro invierno en esa intemperie a la que te arroja la precariedad de servicios públicos. El fabuloso enigma de la enfermedad aplazada no solo afectaba a expatriados españoles. Los emigrantes de países más pobres que el nuestro, por ejemplo, conseguían aplazar sus penalidades hasta la muerte. Los neoyorquinos de origen estaban mucho más acostumbrados a la negación de la enfermedad, porque la salud es considerada para quienes carecen de seguros privados casi como una obligación patriótica. Recuerdo que en mi gimnasio hicieron una colecta para ayudar a una joven profesora que debía afrontar un cáncer. Esa precariedad que observabas con no poca frecuencia te hacía valorar lo que habías dejado atrás. Como en aquella película de Woody Allen en la que la madre se le aparecía entre las nubes para reprenderle, la gran nariz de mi padre asomaba por detrás del edificio Chrysler para decirme: “¿Dónde te dije que se demuestra el patriotismo?”.
En los días en que más debíamos confiar en los servicios públicos ha habido algún político que, para salvar su culo, ha puesto en duda la credibilidad profesional de las agencias estatales; ha habido opinadores, tanto conservadores como progresistas, que han afirmado que todos los políticos son iguales, como si la clase política no fuera humana sino marciana y aterrizara en el planeta tierra en una maniobra transmitida por Iker Jiménez; hay columnistas que tras negar el cambio climático han animado a ahorcar a los políticos con rabo, y hay quien para no quedarse atrás en el colmo de la hipérbole ha declarado España como un Estado fallido. Esto no va ni contra los bomberos, ni contra el Ejército, decían, ni contra los sanitarios, ni contra la Guardia Civil, ni contra la Policía Local, ni tampoco contra nuestros alcaldes, esto es solo es culpa de este Estado fallido. Al parecer todos estos servicios se financian y se dirigen solos. Para ilustrar la teoría del Estado fallido surgió uno de esos pensamientos que inspiran la vida del instagramer: “Prefiero gastarme el dinero en Zara que pagar impuestos”. Una frase dejada caer sobre nuestras cabezas como una bomba ideológica: ignoremos que todos esos profesionales que acuden en nuestro auxilio pertenecen al Estado, y defendamos con ahínco que los ricos escatimen esos impuestos con que se han de financiar esos mismos servicios que nos amparan. Está claro que los patriotas que más animan al caos andan siempre repantingados en la retaguardia.
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Sobre la firma
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por ‘Los Trapos Sucios’ y el Biblioteca Breve por ‘Una palabra tuya’. Otras novelas suyas son: ‘Lo que me queda por vivir’ y ‘A corazón abierto’. Su último libro es ‘En la boca del lobo’. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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