Hay tres aromas que a Silvia Anguera Roldán (Barcelona, 46 años) le gustaría poder olfatear: el de los bebés, la hierba mojada y la gasolina. La mujer tiene anosmia desde nacimiento, es decir que jamás ha podido oler. Nada. “Creo que me di cuenta de que no tenía olfato alrededor de los 10 años”, dice. “Era muy gracioso cuando íbamos con mi familia al pueblo y pasábamos con el coche cerca de una granja. Todos se quejaban del mal olor a estiércol y yo no lo sentía. Era inmune”.
Entre el 3% y el 10% de la población mundial vive con anosmia o algún otro trastorno en el olfato, asociados a una esperanza de vida más corta, problemas de nutrición y salud mental
Hay tres aromas que a Silvia Anguera Roldán (Barcelona, 46 años) le gustaría poder olfatear: el de los bebés, la hierba mojada y la gasolina. La mujer tiene anosmia desde nacimiento, es decir que jamás ha podido oler. Nada. “Creo que me di cuenta de que no tenía olfato alrededor de los 10 años”, dice. “Era muy gracioso cuando íbamos con mi familia al pueblo y pasábamos con el coche cerca de una granja. Todos se quejaban del mal olor a estiércol y yo no lo sentía. Era inmune”.
De niña, Anguera pensaba que el olor de las cosas se gastaba, como el sabor de un chicle después de mascarlo durante un rato, y que ella nunca llegaba a tiempo para sentirlo. Entonces se inventaba técnicas para intentar resolverlo. “Recuerdo que alguien me dijo una vez que los perros tenían un olfato muy desarrollado, entonces me fijé en que siempre iban con el hocico húmedo y yo me mojaba la nariz con saliva pensando que así podría oler mejor. No funcionaba”, recuerda. Anguera no está sola. Las cifras son opacas, pero se estima que entre el 3% y el 10% de la población mundial padece de algún trastorno en el olfato.
La anosmia se produce porque el canal que une la nariz con el cerebro se desconecta. Jesús Porta Etessam, presidente de la Sociedad Española de Neurología, explica que los humanos tenemos en el cerebro una estructura que se enlaza con una serie de nervios en la parte más alta de la nariz. Estos nervios están unidos a unos decodificadores que transforman las sustancias olorosas en estímulos eléctricos que viajan directamente a las neuronas. “En realidad, donde sentimos el olor es en el cerebro”, apunta el experto. Esa conexión se puede romper por varios motivos y suelen ser el síntoma de una patología mayor. Si no es congénita, las razones más comunes que llevan a la pérdida de olfato son golpes o traumatismos, enfermedades virales, patologías neurológicas (como el párkinson o el alzhéimer), ser fumador o abusar de algunas drogas, como la cocaína.
La anosmia también puede aparecer por motivos inexplicables. El de Carolina Ortega Criado (Madrid, 50 años) es uno de esos casos raros. Hace 20 años que la mujer, de un día para el otro, perdió el olfato. “Cuando sucedió consulté a tres especialistas y uno de ellos me dijo: ‘A ti el olfato se te ha gastado de tanto usarlo’. Puede que tuviera razón”, explica. Además de pertenecer a la Asociación Española de la Anosmia, Ortega se dedica a la restauración de bienes culturales y está especializada en el rescate de libros. “En este oficio se usaban indiscriminadamente disolventes muy potentes, como cloroformo, alcohol y acetona, que podrían haber dañado mi sistema”, relata. Su pérdida del olfato coincidió con el nacimiento de su primer hijo: “Nunca he sabido cómo huelen mis niños y eso es difícil”.
El olfato siempre ha sido el sentido olvidado por la ciencia y subestimado por quienes nunca lo han perdido. Karen Vásquez Pinochet, otorrinolaringóloga responsable de la consulta de alteraciones del olfato en HM Hospitales, asegura que no tenerlo “altera mucho la calidad de vida de los pacientes”. La anosmia está asociada con una disminución de la esperanza de vida, problemas de nutrición y hasta de salud mental. “Las personas con trastornos en el olfato son más propensas a tener cierto tipo de accidentes o a exponerse a sustancias que pueden ser nocivas”, detalla la especialista.
A Ortega, sus hijos la han sacado de circunstancias peligrosas más de una vez. “He tenido varios accidentes en casa por este tema. Se me han quemado ollas y la situación nunca pasó a mayores porque los niños me alertaron de que algo olía a quemado en la casa”, menciona. Para Anguera, “el gran drama” está en la higiene personal. “Es en lo que más me cuido. Parece una tontería, pero cuando me ducho y me olvido de ponerme desodorante, la paso un poco mal porque pienso que huelo”, asegura. Por eso, la mujer suele apoyarse en las personas de su alrededor. “No me avergüenza, les pido a mis amigos o familiares que me huelan y listo”, detalla.
Poca investigación, pocas soluciones
No existe una solución infalible o universal para este problema. Durante la pandemia de la covid-19, cuando la pérdida de olfato se volvió algo recurrente entre las personas enfermas, la anosmia pasó a primera plana y se empezaron a dedicar más recursos para encontrar una cura. Dolores de la Cruz (Toledo, 71 años), pedagoga jubilada, es una de esas personas que engrosa la estadística de los que se volvieron anósmicos después de infectarse con el virus por segunda vez. “Una mañana estaba tomando café y me sabía a agua. Entonces me di cuenta de que algo andaba mal”, relata.
Un mes y medio después de recuperarse de la covid, el olfato no volvía y el gusto había disminuido. Entonces comenzó el bajón. “Me afectó porque soy una persona a la que le gusta muchísimo comer, cocinar y oler. Estoy algo más apática desde entonces. Psicológicamente, es una sensación dura”, asegura la mujer.
A pesar del aumento en la incidencia de casos como los de De la Cruz, Vásquez dice que “el olfato está bastante menos investigado que el resto de los sentidos del cuerpo humano”. Y añade que “la falta de investigación también hace que los médicos tengan menos herramientas para solucionarlo”.
Si para la baja visión existen las gafas, o para la discapacidad auditiva hay audífonos especializados, la anosmia no tiene su propio sistema de amplificación del olfato. “Es muy difícil desarrollar un aparato para tratarlo”, opina Porta. Y agrega: “Podríamos intentar generar una herramienta, pero sería tan grande que no cabría dentro de la nariz”.
Lo que sí existe, en cambio, es un tratamiento que se conoce como rehabilitación o reeducación olfativa, un protocolo desarrollado por el investigador alemán Thomas Hummel en la década de los años 2000. Durante un mínimo de 12 semanas, el paciente debe sentarse a oler entre cuatro y seis olores capturados en esencias dentro de frasquitos, dos veces al día durante cinco minutos. “Para que la rehabilitación esté bien hecha, la persona debe concentrarse en los olores que está percibiendo en ese momento. Esto ayuda a que las células del olfato en la parte profunda de la nariz se estimulen y se regeneren”, apunta Vásquez. No es un tratamiento fácil ni rápido, ni siquiera es seguro que vaya a funcionar en todos los casos. “Es como volver a aprender a caminar: si la persona lo hace sin frustrarse, con constancia y paciencia, al paso de los meses se puede percibir una mejora”, asegura la doctora.
Que no sea un tratamiento infalible responde a que el olfato humano es extremadamente complejo. Existen diez categorías de olores básicos, que son frutal, cítrico, floral, mentolado, dulce, ahumado (acá entra desde un queso, hasta un cable quemado o el humo), madera, químicos sintéticos, rancio y podredumbre. Pero dentro cada una de estas categorías hay cientos de matices y mezclas posibles.
Al ser un sistema tan enrevesado, se desgasta fácilmente con el paso de los años. Vásquez lo explica: “Así como todo el cuerpo se va deteriorando con la edad, las células olfativas de la nariz también se van perdiendo. Los adultos mayores suelen tener una incidencia de anosmia bastante alta”. Entre el 20% y el 30% de las personas mayores de 65 años tienen pérdida de olfato. El porcentaje sube al 75% entre las personas mayores de 80 años.
No solo es la pérdida total del sentido, también se puede sufrir algún otro trastorno de percepción. Están, por ejemplo, la cacosmia, que es percibir un olor agradable como desagradable; la parosmia, que es sentir los olores de forma distorsionada; y la fantosmia, que es notar un olor que realmente no está ahí.
“Es curioso: el olfato es uno de los sentidos más antiguos que tenemos los humanos y, aun así, todavía hay muchos aspectos que descubrir sobre cómo funciona”, considera Porta.
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