De todos los actores de la historia económica reciente, los más famosos, unas veces adorados y otras vilipendiados, son los mercados financieros. Este excorresponsal en Bruselas durante la Gran Crisis se habría hecho rico si tuviera un euro por cada vez que escuchó en boca de un ministro de Finanzas europeo, preferiblemente del Sur, que los mercados no entendían nada de nada. De vez en cuando es así: más de la mitad de las órdenes generadas en los todopoderosos mercados son dictadas por algoritmos, esos leviatanes de la modernidad. De la otra mitad, en torno a un 25% obedece a tendencias basadas en narrativas que acaban imponiéndose. El narrador del Gran Gatsby de Fitzgerald es un trader de derivados; y también lo era el de La Hoguera de las Vanidades, ese clásico de los ochenta: la facilidad para armar relatos aparentemente sólidos (al cabo, un castillo de naipes no deja de ser un castillo) es uno de los puntos fuertes de los mercados. Pero toda esta introducción iba de cabeza al 25% que queda en el tintero. Y ese 25% que a veces explica las sacudidas de los mercados depende de las decisiones de los bancos centrales, de los ministros de Economía y de los aciertos y patinazos de los presidentes y primeros ministros: de ese sintagma escurridizo que es la política económica, o la política a secas. Los mercados están hoy cayendo en torno a un 5%: un batacazo de campeonato. Habrá quien culpe a los algoritmos y a las narrativas, pero hay una explicación más fácil: Trump acaba de cometer “un asombroso acto de autolesión”, dice el FT. “Una imbecilidad”, sostiene The Economist. En realidad es una combinación de esos dos entrecomillados: una estúpida crisis autoinducida en forma de guerra comercial.
Ahora los mercados parecen capaces de disciplinar a Donald Trump y sus zizagueantes políticas arancelarias, o al menos van a darle una buena zapatiesta
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Ahora los mercados parecen capaces de disciplinar a Donald Trump y sus zizagueantes políticas arancelarias, o al menos van a darle una buena zapatiesta


De todos los actores de la historia económica reciente, los más famosos, unas veces adorados y otras vilipendiados, son los mercados financieros. Este excorresponsal en Bruselas durante la Gran Crisis se habría hecho rico si tuviera un euro por cada vez que escuchó en boca de un ministro de Finanzas europeo, preferiblemente del Sur, que los mercados no entendían nada de nada. De vez en cuando es así: más de la mitad de las órdenes generadas en los todopoderosos mercados son dictadas por algoritmos, esos leviatanes de la modernidad. De la otra mitad, en torno a un 25% obedece a tendencias basadas en narrativas que acaban imponiéndose. El narrador del Gran Gatsby de Fitzgerald es un trader de derivados; y también lo era el de La Hoguera de las Vanidades, ese clásico de los ochenta: la facilidad para armar relatos aparentemente sólidos (al cabo, un castillo de naipes no deja de ser un castillo) es uno de los puntos fuertes de los mercados. Pero toda esta introducción iba de cabeza al 25% que queda en el tintero. Y ese 25% que a veces explica las sacudidas de los mercados depende de las decisiones de los bancos centrales, de los ministros de Economía y de los aciertos y patinazos de los presidentes y primeros ministros: de ese sintagma escurridizo que es la política económica, o la política a secas. Los mercados están hoy cayendo en torno a un 5%: un batacazo de campeonato. Habrá quien culpe a los algoritmos y a las narrativas, pero hay una explicación más fácil: Trump acaba de cometer “un asombroso acto de autolesión”, dice el FT. “Una imbecilidad”, sostiene The Economist. En realidad es una combinación de esos dos entrecomillados: una estúpida crisis autoinducida en forma de guerra comercial.
Los mercados, en fin, hacen multitud de cosas. Canalizan los ahorros de los hogares hacia inversiones empresariales. Hacen posible que se compartan riesgos dándonos la oportunidad de asegurar, cubrir e incluso especular contra sucesos futuros. Ofrecen continuas valoraciones —un examen perenne— del sinfín de actividades que componen una economía. Y a veces se meten de cabeza en política: en los años noventa George Soros —un “delincuente de aventuras financieras”, en palabras del Nobel Paul Krugman— especuló contra la libra y provocó una convulsión política en toda Europa; en 2012 los mercados jugaron con la supervivencia del euro (“no podemos gobernar”, dijo en su día Rajoy ante la camisa de fuerza que imponían los mercados) y a punto estuvieron de llevárselo por delante; hace un lustro acabaron en apenas unos días con el nuevo thatcherismo de la primera ministra Liz Truss en Reino Unido. En un nuevo episodio de esa vieja historia, ahora los mercados (“esos jóvenes blancos dedicados a comprar y vender dinero a ladridos”, escribió el Tom Wolfe de las Vanidades) parecen capaces de disciplinar a Donald Trump y sus zizagueantes políticas arancelarias, o al menos van a darle una buena zapatiesta. Se suponía que la democracia estadounidense tenía guardarraíles, en forma de poderosas instituciones destinadas a proteger al país de una convulsión como la causada por el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Pero los famosos checks and balances —algo así como los contrapesos del sistema— no terminan de aparecer: por ahora los únicos capaces de poner en cuestión el show business del trumpismo son los mercados.
Ojo con los mercados, capaces de acelerar hasta el infinito en un instante. Pero ojo también con ese relato, porque de momento es solo eso: una historia destinada a encontrar una explicación redonda, que de momento no está ni mucho menos clara. Los manuales de economía afirman que las guerras comerciales son un juego de suma cero y acaban provocando recesiones e inflación. Los mercados no han comprado del todo esa teoría, pero están mandando un mensaje claro y directo al mentón del presidente de EE UU. Puede que la tormenta dure apenas unos días, y en ese caso habrá que ver si al jefe de la Casa Blanca no le tiembla el pulso en este envite. Puede también que parte de lo que ocurre obedezca a que los inversores simplemente están liquidando posiciones después de fuertes subidas. Pero en las últimas castañas en los mercados de valores, de deuda y de divisas hay también un recado para Donald John Trump: allá tú si haces de la incertidumbre la divisa de tu política económica a través de los aranceles. “Los mercados no tienen corazón, están asalvajados”, decía el gran Paul Samuelson hace medio siglo. Aun así, de vez en cuando conviene escucharlos. “Comemos lo que matamos y cuando la única cosa que queda para comer está en el plato de otro, nos lo comemos de todos modos. No somos dinosaurios: somos más listos y más despiadados que ellos y vamos a sobrevivir”, contaba un correo que circuló por Wall Street tras el crash de Lehman Brothers. A ver qué plato desaparece esta vez. Trump prometió en campaña “un boom como nunca antes”, “una nueva edad de oro”, y ahora, con ese tono hiperbólico que le caracteriza, casi parece llamar a la recesión. Así que no es de extrañar que los mercados le hayan dado una buena dentellada a su hamburguesa grasienta. Hasta las acciones de Tesla han sufrido un batacazo histórico: Trump ha respondido culpabilizando de esa debacle a una supuesta conspiración de la izquierda global. Bajo la gorra de béisbol del presidente, los gnomos de Zurich son rojos peligrosos. Y están dándole, hoy mismo, otro buen mordisco a su Big Mac.
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Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.
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