“Poné a Raphinha, la puta que te parió” fue el canto con el que se cerró el partido en el Monumental entre Argentina y Brasil (4-1). Raphinha, en una entrevista con Romario, había tropezado en una pregunta diciendo que le darían “una paliza a Argentina”. Respuesta que operó como motivación de su máximo rival continental en la cancha y en las tribunas. Al final, el “poné a Raphinha…” venía a sugerir que Raphinha no había jugado, más aún, que Raphinha no existe. A la pasión comunitaria que mueve el fútbol le encanta identificar a un enemigo para negarlo luego, convirtiéndolo en nadie.
El fútbol licúa la cloaca existencial y con un poco de suerte nos devuelve a casa con una sensación de orgullo, como si fuéramos protagonistas y no espectadores de la hazaña
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos
El fútbol licúa la cloaca existencial y con un poco de suerte nos devuelve a casa con una sensación de orgullo, como si fuéramos protagonistas y no espectadores de la hazaña


“Poné a Raphinha, la puta que te parió” fue el canto con el que se cerró el partido en el Monumental entre Argentina y Brasil (4-1). Raphinha, en una entrevista con Romario, había tropezado en una pregunta diciendo que le darían “una paliza a Argentina”. Respuesta que operó como motivación de su máximo rival continental en la cancha y en las tribunas. Al final, el “poné a Raphinha…” venía a sugerir que Raphinha no había jugado, más aún, que Raphinha no existe. A la pasión comunitaria que mueve el fútbol le encanta identificar a un enemigo para negarlo luego, convirtiéndolo en nadie.
La selección argentina actúa como aglutinador de un país partido en dos por la política. Violencia ideológica que dormita un rato en la cancha identificando un orgullo común (la selección tiene juego y actitud para provocarlo) y también un enemigo con grandeza histórica al que poder humillar. “Es el fútbol, papá”, diría Bordalás. Un ámbito que autoriza los excesos emocionales para poder exorcizar conflictos de todo tipo. Terapia social con todas las liturgias que el tiempo va consagrando. Ritos, cantos, ídolos, gritos, abrazos, odios repartidos entre el árbitro y los rivales. El fútbol licúa la cloaca existencial y con un poco de suerte nos devuelve a casa con una sensación de orgullo, como si fuéramos protagonistas y no espectadores de la hazaña.
Argentina fue un rodillo de principio a fin. Brasil tiene grandes delanteros, pero el equipo no los encuentra porque carece de mediocampistas que en otra edad geológica eran la razón de ser de su fútbol. Yo lloré en el Mundial del 70 con Gerson, Pelé, Jairzinho, Tostao y Rivelino, todos números 10 en sus equipos de origen que sacrificaron algo de su rol habitual para consagrarse como una orquesta futbolística y quedar en la memoria. En el 82 la selección volvió a deslumbrar con Falcao, Toninho Cerezo, Sócrates y Zico, pero perdieron. Fue entonces cuando a Brasil le dio un ataque de practicidad, que no alteró su garra ganadora, pero enterró la magia que nos permitía reconocer su sensibilidad hasta con una camiseta a cuadros. Abandonar la identidad tiene estas consecuencias. Sigue exportando más jugadores que nadie y el fútbol sigue siendo la gran pasión nacional, pero su juego dejó de encandilar. En una entrevista que acabo de hacerle a Marcelo, un mago que aprendió la materia en el fútbol sala, me sorprendió diciendo que el fútbol (y especialmente Brasil) regresaría a ese juego artístico porque es un arma de desequilibrio insustituible. Yo andaba bajo de optimismo y me animó. Aun así, para creérmelo tengo que verlo.
Seguramente Brasil saldrá de este período de estancamiento, pero mientras tanto convendría que recuperara su amor por la pelota, el orgullo histórico por su singularidad, y que Raphinha mantenga el perfil bajo, porque las reconstrucciones solo se consiguen desde la humildad y, como cree Marcelo, volviendo a la espontaneidad que la calle le autorizaba a los mejores.
En cuanto a Argentina, sólo Pezzella (River), en esta última convocatoria, juega en la liga local. Los demás jugadores llegan de fuera. Son producto de sus clubes de barrio y de un sueño que los acompaña desde la infancia: ser parte de algún club europeo. En el club aprenden el oficio, en el sueño activan la exigencia.
Milei pretende privatizar los clubes convirtiendo el fútbol en un juego de intereses, con el riesgo de despojarlo de la fuerza representativa que nos dotó de una identidad cultural. Mientras el mundo cae en manos de los más fuertes, refugiémonos en la cancha para descansar nuestras pasiones en el alma colectiva del fútbol, al menos para tener la ilusión de que las respuestas comunitarias contribuyen a la felicidad.
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Sobre la firma

Jorge Valdano es columnista de EL PAÍS y comentarista de Mediapro para Movistar. Exjugador de fútbol, campeón del mundo con Argentina en 1986, también fue entrenador. Ocupó la dirección deportiva y la dirección general del Real Madrid en dos etapas en el club blanco, donde fue además futbolista y técnico. Ha escrito varios libros.
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